Edgar Allan
Poe
(Boston, 1809 - Baltimore, 1849)
La Máscara de la Muerte Roja
(Boston, 1809 - Baltimore, 1849)
La Máscara de la Muerte Roja
Durante mucho tiempo, la “Muerte Roja”
había devastado la comarca. Jamás peste alguna fue tan fatal, tan horrible. Su
encarnación era la sangre: el rojo y el horror de la sangre. Se producían
dolores agudos, un repentino vértigo, luego los poros rezumaban abundante
sangre, y la disolución del ser. Manchas púrpuras en el cuerpo y particularmente
en el rostro de la víctima, segregaban a ésta de la humanidad y la cerraban a
todo socorro y a toda compasión. La invasión, el progreso y el resultado de la
énfermedad eran cuestión de media hora.
Pero el príncipe Próspero era
feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios perdieron la mitad de su
población, llamó a un millar de amigos fuertes, vigorosos y alegres de corazón,
escogidos entre los caballeros y las damas de su corte, y con ellos formó un
refugio recóndito en una de sus abadías fortificadas. Era una construcción vasta
y magnífica, creación del propio príncipe, de gusto excéntrico y, no obstante,
grandioso. La rodeaba un espeso y elevado muro, y este muro tenía puertas de
hierro. Una vez que entraron en ella los cortesanos, se sirvieron de hornillos y
de mazas para soldar los cerrojos. Resolvieron atrincherarse contra los súbitos
impulsos de la desesperación del exterior y cerrar toda salida a los frenesíes
del interior. La abadía fue abastecida ampliamente. Gracias a estas
precauciones, los cortesanos podían desafiar al contagio. Que el mundo exterior
se las compusiera como pudiese. Entretanto, sería una locura afligirse o
meditar. El príncipe había provisto aquella morada de todos los medios de
placer. Había bufones, improvisadores, danzarines, músicos, hermosura en todas
sus formas, y había también vino. Dentro, había todas estas bellas cosas, y
además, seguridad. Fuera, la “Muerte Roja”.
Ocurrió hacia el fin del
quinto o sexto mes de su retiro, y en tanto que la plaga, afuera, hacía los más
terribles estragos, el príncipe Próspero obsequió a sus mil amigos, con un baile
de máscaras de la mas insólita magnificencia.
¡Qué voluptuoso cuadro el
de aquel baile de máscaras! Permítaseme en primer lugar describir las salas
donde tuvo lugar. Había siete; una hilera imperial. En muchos palacios, estas
series de salones forman largas perspectivas en línea recta cuando los batientes
de las puertas se abren de par en par, de tal manera que la mirada penetra hasta
el fondo sin obstáculo. Aquí, el caso era muy diferente, tal y como podría
esperarse de parte del duque y de su gusto y preferencia por lo bizarre. Las
salas se encontraban tan irregularmente dispuestas, que la mirada no podía
abarcar sino una sola a la vez. Al cabo de un espacio de veinte o treinta yardas
se presentaba un brusco recodo, y en cada una de estas revueltas un aspecto
diferente. A derecha e izquierda, en medio de cada pared, una alta y estrecha
ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía las sinuosidades del
aposento. Cada ventana ostentaba vidrios de colores en armonía con el tono
dominante del decorado de la sala sobre la cual se abría. La que ocupaba la
extremidad oriental, por ejemplo, estaba decorada en azul, y los ventanales eran
de un azul vivo. La segunda sala estaba decorada y guarnecida de color púrpura,
y las vidireras eran asimismo de color púrpura. La tercera, enteramente verde, y
verdes las ventanas. La cuarta, anaranjada, estaba iluminada por una ventana del
mismo color. Y 1a quinta, blanca; y la sexta, violeta. La séptima estaba
rigurosamente forrada de colgaduras de terciopelo negro, que revestían techo y
muros y recaían en pesados pliegues sobre un tapiz de la misma tela y del mismo
color. Pero únicamente en esta sala, el color de las ventanas no correspondía al
de la decoración. Los cristales eran escarlata, de un color intenso de
sangre.
Ahora bien, en ninguna de estas salas veíase lámpara ni
candelabro alguno, entre los adornos de oro esparcidos con profusión o
suspendidos de los techos. Ni lámparas, ni; velas; ninguna luz de esta clase en
la larga serie de salas. Pero, en los corredores que las rodeaban, y exactamente
enfrente de cada ventanal, se levantaba un enorme trípode con un ígneo brasero
que proyectaba sus rayos al través de los cristales de color e iluminaba la sala
de una manera deslumbrante. Producíanse así una multitud de aspectos cambiantes
y fantásticos. Pero, en la sala del lado poniente, en la cámara negra, la
claridad del brasero, que se reflejaba sobre las negras colgaduras a través de
los cristales sangrientos, era terriblemente siniestra, y les daba a las
fisonomías de los imprudentes que allí entraban un aspecto de tal modo extraño,
que muy pocos bailarines se sentían con el valor suficiente para entrar en aquel
mágico recinto.
También en esta sala erguíase, apoyado contra el muro
del oeste, un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un tictac
sordo, pesado, monótono; y cuando la aguja de los minutos había recorrido el
cuadrante y la hora iba a sonar, salía de los pulmones de bronce de 1a máquina
un sonido claro, estrepitoso, profundo y excesivamente musical, pero de un
timbre tan particular y de una energía tal, que de hora en hora los músicos de
la orquesta se veían obligados a interrumpir durante un instante sus acordes
para escuchar la música de las horas, y las parejas que bailaban cesaban por
fuerza sus evoluciones. Una perturbación momentánea recorría a toda aquella
alegre multitud, y mientras sonaban las campanas podía notarse que palidecían
hasta los más vehementes, y los más sensatos y de más edad se pasaban la mano
por la frente como si se hundieran en meditaciones o en ensueños febriles. Pero,
apenas desaparecían del todo aquellos ecos, circulaba por toda la asamblea una
leve hilaridad; los músicos se miraban los unos a los otros, sonreíanse de sus
nervios y de su locura, y se juraban por lo bajo entre ellos que la próxima vez
que sonaran las campanadas, no sentirían la misma impresión; y luego, cuando,
después de la huida de los sesenta minutos que comprendían los tres mil
seiscientos segundos de la hora pasada, se escuchaban de nuevo las campanas del
fatal reloj, se producía la misma turbación, el mismo escalofrío y las mismas
ensoñaciones febriles.
Pero a despecho de todo esto, la orgía
continuaba alegre y magnífica. El gusto del duque era muy especial. Tenía un ojo
certero en lo tocante a los colores y sus efectos. Desdeñaba los gustos de la
moda. Sus planos eran temerarios y salvajes y sus concepciones brillaban con un
esplendor bárbaro. Hay personas que lo hubieran juzgado loco. Pero sus
cortesanos sabían bien que no lo estaba; pero era preciso comprenderlo, verlo,
tocarlo para estar seguro de que, en efecto, no lo estaba.
Con ocasión
de esta gran fiesta, se había ocupado personalmente de la decoración y del
mobiliario de las siete salas, y fue su gusto personal el que dirigió el estilo
de los disfraces. No cabía duda de que eran concepciones grotescas. Era
deslumbrador, brillante; había cosas chocantes, fantásticas; mucho de lo que
después se ha visto en Hernani. Había figuras verdaderamente arabescas con
siluetas y ropajes incongruentes; fantasías monstruosas como la locura; había
mucho de bello, de licencioso, de extraño, algo de terrible y no poco de lo que
podría producir repugnancia. En resumen, era como una multitud de sueños que se
pavoneaban de un lado a otro por las salas. Y estos sueños se contorsionaban en
todos sentidos, tomando el color de las salas; hubiérase dicho que la extraña
música de la orquesta era el eco de sus propios pasos. Y, de tiempo en tiempo,
se oye el reloj de ébano de la sala de terciopelo. Y entonces, durante un
momento, todo se detiene, todo enmudece, excepto la voz del reloj. Los sueños se
quedan helados, paralizados en sus posturas. Mas los ecos de la sonería se
desvanecen —no duraron sino un momento— y, apenas huyen, una hilaridad leve y
mal contenida circula por doquier. Y la música suena de nuevo, reavívanse los
sueños; aquí y allá los danzarines se retuercen más alegremente que nunca,
reflejando el color de las ventanas a través de las cuales fluyen los rayos de
los trípodes. Pero ninguna cara osa ahora aventurarse en aquella sala que queda
allá, al oeste; porque la noche ha avanzado y una luz más roja fluye al través
de los cristales de color de sangre, y la negrura de las colgaduras fúnebres es
aterradora; y para aquél que ponga el pie sobre la negra alfombra, brota del
reloj de ébano un resonar más pesado, más solemnemente enérgico que el que llega
a los oídos de las máscaras que se divierten en las salas más
apartadas.
Pero en estas otras salas había una densa multitud y el
corazón de la vida latía allí febrilmente. Y la fiesta continuaba siempre su
torbellino, cuando al cabo sonaron los tañidos de medianoche en el reloj.
Entonces, como ya se dijo, calló la música y se detuvieron las evoluciones de
los que bailaban; se produjo donde quiera, como antes, una ansiosa inmovilidad.
Pero el tañido del reloj debía ahora componerse de doce campanadas. Por eso fue
tal vez que, teniendo más tiempo, se insinuó una mayor cantidad de pensamientos
en las meditaciones de los pensativos que se hallaban entre los que se
divertían. Y quizás por eso mismo muchas personas de entre la multitud, antes de
que se ahogaran en el silencio los últimos ecos de la última campanada, tuvieron
tiempo de notar la presencia de una máscara que hasta ese momento no había
llamado la atención de nadie. Y habiendo corrido en un susurro la noticia de
aqúella intrusión, se suscitó entre la concurrencia un cuchicheo, un murmullo
significativo de asombro y desaprobación, y luego, por último, de terror, de
horror y de repugnancia.
En una reunión de fantasmas como la que he
descrito, era preciso sin duda una aparición del todo extraordinaria para causar
tal sensación. La licencia carnavalesca de aquella noche, era, a la verdad, casi
ilimitada; pero el personaje en cuestión había sobrepasado la extravagancia de
un Herodes, y franqueado los límites —muy amplios, no obstante— del decoro
impuesto por el principe. Hay en los corazones más temerarios, cuerdas que no se
dejan tocar sin emoción. Incluso entre los depravados, entre aquellos para
quienes la vida y la muerte son igualmente un juego, hay cosas con las que no se
puede jugar. Toda la concurrencia pareció entonces sentir profundamente el mal
gusto y la inconveniencia de conducta y de vestido de aquel extraño. El
personaje era alto y delgado y estaba envuelto en un sudario de la cabeza a los
pies. La máscara que ocultaba su rostro representaba tan bien el semblante de un
cadáver rígido, que el análisis más minucioso difícilmente hubiera descubierto
el artificio. No obstante, todos aquellos locos alegres hubieran podido
soportar, si no aprobar, aquella burda broma. Pero la máscara había llegado
hasta a adoptar el tipo de la Muerte Roja. Sus vestiduras estaban manchadas de
sangre, y su amplia frente, lo mismo que los rasgos de su rostro, estaban
salpicados del horror escarlata.
Cuando los ojos del príncipe Próspero
cayeron sobre esta figura espectral —la que, con movimientos lentos, solemnes,
enfáticos, como para mejor representar su papel, se paseaba por aquí y por allá
entre los que bailaban, se le vio, en primer lugar, conmoverse por un violento
estremecimiento de terror y de asco; pero un segundo después, su frente
enrojeció de ira.
—¿Quién se atreve —preguntó con voz ronca a los
cortesanos que se hallaban junto a él—, quién se atreve a insultarnos con esa
ironía blasfema? ¡Apoderaos de él y desenmascaradle! ¡Que sepamos a quién hemos
de ahorcar en nuestras almenas al salir el sol!
Era en la sala del
este, o sala azul, donde se encontraba el príncipe Próspero cuando pronunció
estas palabras. Resonaron fuerte y claramente a través de los siete salones,
porque el príncipe era un hombre imperioso y robusto y la música había
enmudecido a una señal de su mano.
Era en la sala azul donde estaba el
príncipe, con un grupo de pálidos cortesanos a sus lados. Primero, mientras él
hablaba, hubo entre el grupo un leve movimiento de avance en dirección del
intruso, quien durante un momento estuvo casi al alcance de sus manos, y que
ahora, con paso deliberado y majestuoso, se acercaba más y más al príncipe.
Pero, por cierto terror indefinible que la audacia insensata de la máscara había
inspirado a todos los allí reunidos, no hubo nadie que pusiera la mano en ella,
aun cuando, sin encontrar ningún obstáculo, pasó a dos pasos de la persona del
príncipe; y en tanto que la inmensa asamblea, como si obedeciera a un solo
movimiento, retrocedía del centro de la sala a las paredes, la máscara continuó
su camino sin interrupción, con aquel mismo paso solemne y mesurado que la había
singularizado desde el principio, de la sala azul a la sala púrpura, de la sala
púrpura a la sala verde, de la verde a la anaranjada, de ésta a la blanca, y de
la blanca a la violeta, antes de que nadie hiciera un movimiento decisivo para
detenerla. Fue entonces, cuando el príncipe Próspero, exasperado de ira y de
vergüenza por su momentánea cobardía, se lanzó precipitadamente a través de las
seis salas sin que nadie lo siguiera, porque un terror mortal se había apoderado
de todo el mundo. Blandía un puñal y se había aproximado impetuosamente a una
distancia de tres o cuatro pasos del fantasma que se batía en retirada, cuando
éste, llegado a la proximidad de la sala de los terciopelos, se volvió
bruscamente y afrontó a quien lo perseguía. Sonó un grito agudo, y el puñal se
deslizó relampagueante sobre la alfombra fúnebre, donde el príncipe cayó muerto
un segundo después. Entonces, invocando el frenético valor de la desesperación,
una multitud de máscaras se precipitó a la vez en la sala negra, y, asiendo al
desconocido que se mantenía, como una gran estatua, rígido e inmóvil a la sombra
del reloj de ébano, se sintieron sofocados por un terror sin nombre, al ver que
no había ninguna forma palpable bajo el sudario y la máscara. Todos reconocieron
entonces la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la
noche.
Y todos los convidados cayeron uno a uno en las salas de orgía
manchadas de sangre y cada uno murió en la postura desesperada de su caída. Y la
vida del reloj de ébano desapareció con la del último de aquellos alegres seres.
Y las llamas de los trípodes se extinguieron. Y las Tinieblas, y la Ruina, y la
Muerte Roja tuvieron sobre todo aquello ilimatado dominio.
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